Aprendiste sobre la triste realidad de la pobreza y la hambruna del mundo.
Cada vez que mostraste desagrado por la comida de mamá, ella te recordaba que “hay tantos niños en el mundo que no tienen que comer y tú aquí de melindroso”. Entonces sentías mucha pena por aquellos niños, y hacías un esfuerzo por tragar la sopa de legumbres con harta cantidad de col o coliflor. Lo cierto es que muchas veces también te sentías agradecido porque mamá te mimaba con tu comida favorita.
Eres un experto en manejo y resolución de conflictos.
La mejor manera de resolver la pelea con tus hermanos fue teniendo a mamá como mediadora. “No me importa quien empezó, la pelea se termina AHORA”. Y en efecto, así era.
Entendiste cuál es la razón por la que te pusieron dos nombres.
Si siempre te preguntaste “¿por qué tengo dos nombres?”, la respuesta es: porque solo de esa manera puedes identificar que definitivamente mamá está bravísima. Cuando te llama por tus dos nombres -¡Lorena Fernanda! ¡José Andrés!- es momento de empezar a rezar.
Nunca entras a un lugar sin saludar.
Si alguna vez osaste entrar corriendo a la casa de la tía sin decir nada, derechito a la habitación de los primos para ir a jugar, fue mamá quien -con la misma viada- te hizo regresar y saludar a cada una de las personas presentes. Y de a BESO.
Aprendiste que para llorar necesitas una razón de peso.
Las mamás podrán ser “morelias” pero cuando alguna vez lloraste porque se te cayó el helado o se rompió un juguete, mamá te enseñó que no todo merece nuestras lágrimas. La enseñanza se resume en “cuando me muera… ahí llora”.
Ni hablar de los caprichos o de no hacer caso. Intentaste llorar porque no te compraron algo o porque te caiste del árbol, pero un “encima te he de dar, para que llores por algo” bastó para tragarse las lágrimas y darse cuenta de que no es el fin del mundo.
No le tienes miedo a nada.
Todos alguna vez en la vida fuimos curados del “espanto” o del “mal de ojo”: te colocaron de bebé la pulserita roja en la muñeca; te hicieron una limpia; te pasaron el huevo, te soplaron trago; o dormiste con una rama de ruda bajo la almohada.
Y cuando en las noches tenías pesadillas o la oscuridad te asustaba, la cama y los brazos de mamá eran el mejor refugio; dormir con ella fue siempre la mejor terapia contra el miedo.
Aprendiste que nada se destruye, solo se transforma.
La palabra “desperdicio” no existe en el léxico materno: todo aquello que pueda ser salvado o reparado, jamás será desechado. Aquella comida que sobró del día anterior es hoy un delicioso arroz relleno o una crema de verduras.
Ni hablar de todos los trucos de magia que puede hacer con tan solo una aguja e hilo: ella desaparece huecos, reduce tamaños de ropa, convierte ese vestido viejo de la abuela en uno nuevo y moderno justo a tu medida.
Entendiste que Jesús aprendió de su madre a multiplicar los panes.
La mamá ecuatoriana se puede enojar si uno cae con amigos a comer sin haber avisado antes; pero a la final no se hace problema ya que donde comen dos, comen tres, o cuatro. De alguna manera milagrosa todos tienen comida y terminan satisfechos con las delicias de mamá.
Te diste cuenta de que tu casa era una especie de farmacia alternativa.
Siempre hay una combinación de hierbas para cada mal y solo mamá sabe cuál es cual. La telita de la cáscara del huevo para cerrar heridas; la moneda de 50 centavos para los chibolos; el mentol en espalda y pecho para curar esa terrible tos; el candado expuesto al sereno por una noche para el orzuelo; compresas en puntas para la fiebre; las aguas de remedios de mil hierbas e ingredientes que nunca supiste enumerar ni identificar. Todo había que tomar sin respirar y aceptar sin chistar.
Descubriste que no existe saborizante que pueda ocultar el sabor del aceite de hígado de bacalao.
Las mamás ecuatorianas están convencidas de que el aceite de hígado de bacalao es “lo que todo niño necesita para crecer fuerte y sano por su alto contenido de vitaminas y minerales”.
Para tratar de que te lo tomes sin que te des cuenta, mamá compraba la versión saborizada a naranja, frutas tropicales o cereza. Pero tú… tú descubrías el sabor inconfundible del pescado cada vez. No había lugar a chistar, pero mamá te preparaba ese batido que tanto te gustaba para amortiguar la experiencia desagradable y traumática.
Sabes que cada cosa tiene su lugar, o básicamente deja de existir.
“Cosa que encuentre en el piso, cosa que boto a la basura”. Así que creciste con el eterno miedo de que si después de jugar no colocabas tus juguetes en su lugar, un día no los encontrarías más.
Tus mejores recuerdos incluyen comida rica en carbohidratos, receta de la abuela.
Mamá siempre tuvo una receta para cada ocasión. Ella sabe qué necesitamos cuando estamos enfermos, ya sea una muy ligera sopa de fideo con papas o una sopa de cabello de ángel. Bien decían las abuelitas que “enfermo que come, no muere”. También nos enseñó que un ceviche o un encebollado es lo mejor para el chuchaqui. O que para una tarde fría nada mejor que un chocolate caliente con queso. Para empezar el día con una gran sonrisa, café con bolón es la fórmula.
Las mamás saben cómo endulzar la vida: las cocadas, los higos con queso y el muy nutritivo chapo llegan en el momento justo. Ni hablar de las delicias que se pasan de generación en generación para deleitarnos en las festividades, como la colada morada con guaguas de pan en finados y la fanesca en semana santa.
Al final, todas estas recetas son “el secreto” de que un hijo crezca sano, colorado y buen mozo. Y para ti, “barriga llena, corazón contento” es una verdad absoluta.
Has aceptado que mamá es clarividente, siempre “te lo había dicho” y “solo vas a entender las cosas con el tiempo”.
Mamá siempre supo lo que te iba a pasar: “te vas a caer”, “te va a doler”, “te vas a quemar”, “te va a picar”, “luego has de estar llorando”. Y te cansaste de escuchar “te lo dije” y “cuando tengas hijos te has de acordar de mí, solo ahí has de entender”.
Al final, no necesitas entenderlo todo, solo que mamá quiere siempre lo mejor para ti… la belleza y la edad serán relativas, ya que siempre serás un bebé y el ser más hermoso sobre la faz de la tierra. De hecho, cada vez que pueda te lo dirá a ti y a todas las personas a su alrededor.
Y tú, aunque ya tengas canas, te referirás a ella como “mi mamita”.
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