Amores

Amores




            Ésta soy yo, soy una mujer, tengo un nombre, me llamo Isabel, no me estoy convirtiendo en humo, no he desapa­recido. Me observo en el espejo de plata de mi abuela: esta persona de ojos desolados soy yo, he vivido casi me­dio siglo, mi hija [Paula] se está muriendo [en el hospital, en 1992], y sin embargo [con 50 años] todavía quiero hacer el amor. Pienso en la sólida presencia de Willie*, siento que se me eriza la piel y no puedo menos que sonreír ante el abismal poder del deseo, que me estre­mece a pesar de la tristeza, y es capaz de hacer retroceder a la muerte. Cierro por un instante los ojos y recuerdo con nitidez la primera vez que dormimos juntos, el pri­mer beso, el primer abrazo, el descubrimiento asombroso de un amor surgido cuando menos lo buscábamos, de la ternura que nos tomó por asalto cuando nos creíamos a salvo en una aventura de una sola noche, de la profunda intimidad creada desde el comienzo, como si durante to­das nuestras vidas nos hubiéramos preparado para ese en­cuentro, de la facilidad, la calma y la confianza con que nos amamos, como las de una vieja pareja que ha com­partido mil y una noches. Y cada vez después de la pa­sión satisfecha y del amor renovado nos dormimos muy juntos sin importarnos dónde empieza uno ni termina el otro, ni de quién son estas manos o estos pies, en tan per­fecta complicidad que nos encontramos en los sueños y al otro día no sabemos quién soñó a quién, y cuando uno se mueve entre las sábanas el otro se acomoda en los ángu­los y curvas, y cuando uno suspira el otro suspira y cuan­do uno despierta el otro despierta también. Ven, me llama Willie, y me acerco a ese hombre que me espera en la cama, y tiritando por el frío del hospital y de la calle y de los sollozos contenidos, que se convierten en escarcha en las venas, me quito la camisa y me arropo contra su cuer­po grande, envuelta por su abrazo hasta que entro en ca­lor. Poco a poco los dos tomamos conciencia de la respi­ración jadeante del otro y las caricias se hacen cada vez más intensas y lentas a medida que nos rendimos al pla­cer. Me besa y vuelve a sorprenderme, como cada vez en estos cuatro años, la suavidad y la frescura de su boca; me aferró a sus hombros y su cuello firmes, acaricio su espalda, beso la cavidad de sus orejas, la horrible calavera ta­tuada en su brazo derecho, la línea de vellos de su vientre, y aspiro su olor sano, ese olor que siempre me excita, en­tregada al amor y agradecida, mientras por las mejillas me corre un río de lágrimas inevitables, que cae sobre su pe­cho. Lloro de lástima por ti, hija, pero supongo que tam­bién lloro de felicidad por este amor tardío que ha venido a cambiarme la vida.    

*Willie Gordon, segundo esposo de Isabel Allende (1988).   

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