RESISTENCIA INDIGENA EN MANABI

La Resistencia Indígena en Manabí

La resistencia de los pueblos manteños y por lo tanto del pueblo mantense, debe ser entendida de una manera compleja. No sólo se trató de una defensa o agresión de tipo corporal o militar, sino de un conjunto de estrategias que abarcaron también fórmulas de tipo político. Algunos pueblos creyeron ver a dioses, pero otros, sobre todo los jerarcas, reaccionaron con estratagemas militares y políticas.

En un primer momento entra en juego la condición altamente sacralizada de la sociedad andina. En efecto, la reacción de un cacique de Tumbes, fue la de considerar que “tal gente era enviada por la mano de Dios i era bien hacerles buen hospedage”. Estete narra por su parte la reacción aterradora de los indios de comunidades situadas más al norte, al observar lo que ellos creyeron era la desmembración de un animal a partir de la caída de un jinete, mostrando un paralelismo con la interpretación que hace Todorov para el caso de México, otorgando un patrón absolutamente sacralizado que conducía a creer que los desconocidos tenían estatuto de dioses.

“... uno de aquellos caballos cayó del caballo abajo; y como los indios vieron dividirse aquel animal en dos partes, teniendo por cierto que todo era una cosa, fue tanto el miedo que tuvieron, que volvieron las espaldas dando voces a los suyos diciendo que se habían hecho dos, haciendo admiración de ello, lo cual no fue sin misterio; porque a no acaecer esto, se presume que mataran todos los cristianos; y aunque en la liviandad de huir se arguya flaqueza de ánimo el discreto considere que, jamás aquellas gentes habían visto las nuestras, tan diferentes de ellas; ni tampoco caballos, ...”

Sin embargo, esta aseveración es un tanto contradictoria, pues respon­de al paso de Pizarro durante su tercer viaje, cuando estaba claro que los indios ya habían conocido a los españoles y sus caballos, durante paso de las primeras expediciones. No obstante es posible que este animal, haya si­do visto por primera vez en 1531, por ciertas comunidades aborígenes.

Otros testimonios afirman insistentemente, que durante los primeros encuentros, los manteños fueron receptivos y amigables. Esto demuestra una actitud de aproximación al advenedizo para conocerlo, lo cual no se­ría extraño entre los manteños, que por su naturaleza mercantil estaban acostumbrados al trato con pueblos distintos. Cuando Bartolomé Ruiz (1526) recorrió las costas de lo que hoy es la provincia de Esmeralda, “salieron algunos indios a él acaecidos de oro, y tres principales, puestas unas diademas, y dijeron al piloto que se fuese con ellos”. Más adelante, “en esa tierra llana muy poblada dieron algunas calas para tomar posesión y proveerse de agua; tomaron un navío en que venían hasta veinte hombres, en que se echaron al agua los once de ellos, y tomados los otros dejó en sí el piloto tres de ellos y otros echólos asimismo en tierra para que se fue­sen; y estos tres que quedaron para lenguas, hízoles muy buen tratamiento y trájolos consigo”. Cieza de León también afirma que al paso de las huestes de Pizarro, durante su primer avance, los manteños salían a recibir­los y les regalaban comida. Esto muestra ciertamente una postura distin­ta a la de los pueblos situados más al norte, cuyas sociedades eran menos cohesionadas y presentaron desde el principio una actitud hostil. Es por ello que los cronistas halagan a los manteños calificándolos como gente de “mayor razón”. Es igualmente cierto que los manteños o estaba en guerra con los Incas o estaban a punto de iniciar una conflagración por el control de la ruta comercial del Pacífico, lo que explica que la llegada de nueva gente pudo haber sido vista como una posibilidad de alianza.

Por otra parte, entre las múltiples estrategias de los manteños estuvo la de los acosos, el ocultamiento, el disimulo, e incluso el silencio. En Coaque, la gente se escondió y el cacique optó por guardarse dentro de su casa. A partir de este episodio se puede ver cómo los manteños habían construido verdaderos códigos de relaciones sociales: el recibimiento y la ofrenda eran actos de aceptación, y la actitud contraria debía ser tomada como un re­chazo: “el Señor de el Lugar escondióse en su misma Casa, maldiciendo tan malos Huéspedes; pero al fin le hallaron, i mui medroso, le llevaron á Don Francisco Picarro, i dixo por las lenguas: que no estaba escondido, sino en su propia casa i no en la agena: y que viendo que contra su voluntad, i los Suios se havian entrado en el Lugar, no havia ido á verlos, temiendo de muerte”.

Cuando pasa Girolamo Benzoni por el lugar en 1547 el cronista ob­serva con acuciosidad particular la actitud de los caciques, quienes literal­mente se negaban a “mirar” a los invasores, y da su testimonio con rela­ción al Señor de Puerto Viejo o Manta, al que “nunca le vi mirar en la ca­ra a ningún español”. En este sentido, y guardando las distancias entre ambas culturas, se establece una similitud con la actitud de Moctezuma, quien estaba dispuesto a todo incluso a ofrecer su reino, a condición que Cortés no lo viera.

En Bahía de Caráquez, en la tierra de la cacica viuda, presumiblemen­te en Tosagua, los indígenas atrajeron a los españoles con una actitud amis­tosa, pero luego les tendieron una celada en la que mataron a dos españo­les. Finalmente Pizarro logró una alianza temporal para asegurar la provi­sión de alimentos. Más adelante, en Puerto Viejo, los indígenas abastecieron a los españoles en procura de que salieran rápido del territorio compren­diendo que iban de paso: “porque los señores destos pueblos, de una vo­luntad salían a los caminos a recibir al Gobernador sin ponerse en defen­sa; y el Gobernador, sin les hacer mal ni enojo alguno, los recebía a todos amorosamente”.

Se observa entonces, una capacidad de renovar distintas estrategias se­gún la actitud del que ya era considerado a todas luces, no un visitante, si­no un enemigo. Pero aún así, subsiste la cuestión en torno a cómo los Con­federados no arremetieron y acabaron con los hombres de Pizarro, Alma­gro e incluso Alvarado, siendo numéricamente mayor, teniendo provisiones y encontrándose en su propio territorio. Es posible que la versión de que los hombres de guerra manteños estaban lejos en atención a la invasión de los Incas, haya sido cierta. Por otro lado, que la región no tuvo una tradi­ción guerrera, y que su pueblo de filiación comercial desarrolló otras estra­tegias de poder. En ningún momento se observa una reacción militar or­ganizada, prototipo de un estado centralizado y con ejercicios coercitivos. La respuesta manteña ante la invasión española, es otro elemento que per­mite comprender la diferencia de los patrones políticos, sociales y econó­micos, de los manteños, con respecto a otros grupos andinos.

A diferencia de lo ocurrido en 1526, en 1531 los manteños optaron por dejar abandonados sus asentamientos, quemar sus pueblos y desaparecer sus reservas de maíz. No sólo se puede atribuir esta conducta al miedo, sino por el contrario a toda una respuesta que pretendía dejar a los españoles sin abas­tecimientos, lo cual ocasionó el desgaste de las huestes en su avance al Perú. Los indios rebeldes se refugiaron en las montañas, entre los yumbos, a quie­nes todavía en 1568 se intentaba pacificar a propósito de la conquista de Es­meraldas, la última de las regiones que se mantenía incontrolada.

El arrinconamiento de la sociedad manteña hacia la zona montañosa es un tema poco estudiado, en el sentido de rastrear la posibilidad de que grupos tardíos como el de Los Colorados, pudieron haber acogido a los aborígenes de la diáspora, a juzgar por el parecido físico que comparten con la gente de la Costa. La disminución de la población de la Costa es atribuida a las guerras y al problema de la agresión biológica, es decir, a las enfermedades traídas por los europeos; pero 1535 parece una fecha aún temprana para justificar la desaparición de sociedades como la de Jocay, con 20.000 habitantes, o de otros pueblos de concentraciones masivas como Coaque o Salangome. En efecto, se afirma con respecto a Puerto Viejo que “en estas provincias hai pocos Indios”. La diáspora manteña, la huída ha­cia el interior, fue al mismo tiempo una estrategia de resistencia, pero asímismo una debilidad, puesto que finalmente la estructura de poder no pu­do rearticularse rápidamente.

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